Del agua al celuloide
Pocas trayectorias en la historia del cine tienen un origen tan físico como la de Esther Williams. Nacida el 8 de agosto de 1921 en Inglewood, California, fue la menor de cinco hermanos y creció en una familia donde la natación no era una opción recreativa, sino un terreno de conquista. Desde los trece años entrenaba en el club de natación del Los Ángeles Athletic Club, y antes de los veinte ya acumulaba campeonatos nacionales en estilo libre y braza. “Nadar me salvó”, diría después, “cuando el mundo parecía desmoronarse”.
Su oportunidad olímpica —los Juegos de Helsinki 1940— nunca llegó. La Segunda Guerra Mundial se llevó por delante el sueño. Pero el agua, esa compañera inevitable, le ofreció otra vía. Fue en una exhibición acuática cuando un cazatalentos la vio y la recomendó a Billy Rose, quien la llevó a la feria mundial de San Francisco. Desde ahí, todo ocurrió con la lógica fulminante de los cuentos de Hollywood.
En 1942, la MGM la integró en su elenco. Pero no sabían bien qué hacer con ella. No era actriz, ni cantante, ni bailarina… pero era una estrella en potencia. Así nació el aquamusical: películas que integraban natación sincronizada, coreografía, música, cuerpos brillantes bajo el agua, todo iluminado por la sonrisa incandescente de Esther. Bathing Beauty (1944) fue el gran disparo de salida. Le siguieron Thrill of a Romance (1945), Neptune’s Daughter (1949) y, sobre todo, Million Dollar Mermaid (1952), donde interpretó a Annette Kellerman, pionera australiana de la natación artística.
Nadie se movía como ella bajo el agua. Pero lo que asombraba no era solo la elegancia: también la resistencia. Algunas jornadas de rodaje exigían entre seis y ocho horas nadando, sujetando la respiración, posando en el fondo de una piscina a oscuras. En Dangerous When Wet (1953), una escena le provocó una otitis grave que arrastró durante años. El agua era belleza, sí, pero también disciplina férrea.
Y entonces llegó Fiesta (1947). El giro fue total: Williams dejó los bañadores y se enfundó el traje de luces. Interpretaba a María Morales, joven mexicana que suplantaba a su hermano torero. En la película —rodada en parte en locaciones mexicanas reales— compartía cartel con Ricardo Montalbán, también debutante. La dirección corrió a cargo de Richard Thorpe, quien insistió en que Esther debía empaparse del universo taurino.
Durante semanas, la actriz estudió la gestualidad del toreo. Visitó ganaderías, aprendió a manejar capotes y muletas y practicó sin trampa en tentaderos mexicanos. “Fue más difícil que cualquier acrobacia bajo el agua”, confesó después. “El toro no entiende de cámaras. Si te acercas de más, embiste igual”.
Una fotografía de producción —hoy célebre entre coleccionistas— muestra a Esther en perfil torero, mentón al frente y brazo extendido con la muleta, trazando un natural que, aunque aprendido, transmite verdad visual. A su lado, un toro negro con las defensas protegidas parece responder a la figura con una embestida cadenciosa. No era una parodia. Era un homenaje.
La respuesta que dio Williams con Fiesta fue un sí rotundo. En un tiempo en que la figura femenina en pantalla seguía anclada a patrones rígidos, ella asumió un rol activo, valiente, incluso transgresor. No se trataba solo de una fantasía exótica para el público estadounidense. La actriz le dio dignidad. “El traje de luces tiene algo en común con el de baño”, diría con picardía. “Ambos revelan el cuerpo, pero también lo disciplinan”.
Después del agua
En los años 60, Williams se retiró del cine. Pero no del mundo. Creó su propia línea de trajes de baño, diseñados pensando en cuerpos reales, y promovió piscinas familiares para el gran público. También escribió una autobiografía, The Million Dollar Mermaid (1999), donde no ocultó las tensiones con la MGM ni los abusos laborales que sufrió.
Un legado que flota
Murió el 6 de junio de 2013, a los 91 años. Su cuerpo no compitió en los Juegos, pero sus películas nadaron por el mundo entero. Fue pionera donde pocos se atrevían: en el agua, en los negocios, en la pantalla… y en el ruedo, aunque fuera de cartón piedra. Su paso como torera cinematográfica, breve pero valiente, marcó un hito en el imaginario hollywoodense. Ni antes ni después se ha visto algo igual.
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