Raoul Dufy: la corrida como sinfonía visual
Publicado: Dom Mar 23, 2025 4:45 pm
Raoul Dufy: la corrida como sinfonía visual
Raoul Dufy nació el 3 de junio de 1877 en Le Havre, ciudad portuaria que marcaría desde sus inicios una sensibilidad paisajística ligada al mar y la atmósfera luminosa del Atlántico. Fue el mayor de nueve hermanos y, aunque comenzó a trabajar muy joven como aprendiz en una empresa cafetera, pronto se inscribió en clases nocturnas en la Escuela Municipal de Bellas Artes de su ciudad. Allí conoció a Othon Friesz, amigo y cómplice artístico de toda la vida. Gracias a una beca, en 1900 se trasladó a París para estudiar en la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts, donde entró en contacto con las nuevas corrientes vanguardistas. Sus primeras obras estuvieron influenciadas por el impresionismo de Monet y las acuarelas de Boudin, pero fue la contemplación del cuadro Luxe, calme et volupté de Matisse en el Salon des Indépendants de 1905 la que provocó un cambio radical en su pintura. Dufy se lanzó entonces al fauvismo: colores intensos, líneas vivas, libertad expresiva.
Más tarde, el contacto con Cézanne, Braque y Picasso introdujo elementos cubistas en su lenguaje, pero siempre subordinados a su particular búsqueda de ligereza y alegría. A partir de 1920, desarrolló un estilo propio —llamado "taquigráfico"— con estructuras esqueléticas, trazos rápidos y lavados de color, ideal para capturar el movimiento y el ambiente de escenas públicas y festivas. Dufy fue un artista completo: pintor, ilustrador, diseñador textil y ceramista. Trabajó con el modisto Paul Poiret, diseñó estampados para la industria de la seda en Lyon, y creó una de las obras murales más monumentales del siglo XX: La Fée Électricité (1937), un panel de 624 metros cuadrados encargado para la Exposición Internacional de París, que hoy se conserva en el Museo de Arte Moderno de París.
Entre las temáticas que abordó —paisajes, regatas, carreras de caballos, conciertos— destaca también la tauromaquia, un tema que lo fascinó especialmente durante sus viajes al sur de Francia y a España en las décadas de 1920 y 1930. El ambiente colorido y dramático de las corridas encajaba perfectamente con su sensibilidad plástica. No buscó el pathos ni la tragedia, sino la celebración de la vida en movimiento. En obras como La corrida, L’Arène de Nîmes o Escena de corrida, Dufy transformó el ruedo en un espectáculo rítmico de líneas curvas y colores encendidos. Los toreros con sus trajes de luces, los capotes que giran, el toro en plena embestida, todo está reducido a una sinfonía de trazos dinámicos que no imitan la realidad, sino que la interpretan con gracia musical. Pintaba con el mismo impulso con que se lidia: con temple, decisión y ritmo. La fiesta brava le ofrecía, como las regatas o las carreras, un pretexto visual para explorar su gran pasión: la luz en movimiento. La plaza de toros se convierte en un teatro de energía cromática, donde el espectador no ve sangre, sino danza. En ese sentido, Dufy se sitúa más cerca de la visión estilizada de un Picasso en los años 20 que de la negrura de Goya o del expresionismo de Zuloaga. Estas obras, aunque menos conocidas que sus paisajes o escenas urbanas, forman parte destacada del legado de Dufy y pueden verse en colecciones como las del Centre Pompidou de París, el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, el Musée des Beaux-Arts de Niza o el MoMA de Nueva York. También forman parte de exposiciones monográficas sobre su obra, como las organizadas en 1983 en Niza o en 2022 en el Musée Montmartre de París, donde se puso en relieve esta faceta taurina.
Dufy padeció poliartritis reumatoide desde 1937, pero siguió trabajando hasta sus últimos días. Murió el 23 de marzo de 1953, a los 75 años, tras una hemorragia intestinal. Dejó más de 2.000 pinturas, miles de dibujos, acuarelas y diseños. Su estilo sigue siendo inconfundible: líneas que bailan, colores que cantan, formas que respiran alegría. Y entre esa sinfonía de luz que es su obra, las corridas de toros aparecen como una partitura más de su arte feliz y vital. Un homenaje visual a una tradición que, en sus pinceles, se convierte en pura celebración estética.
Raoul Dufy nació el 3 de junio de 1877 en Le Havre, ciudad portuaria que marcaría desde sus inicios una sensibilidad paisajística ligada al mar y la atmósfera luminosa del Atlántico. Fue el mayor de nueve hermanos y, aunque comenzó a trabajar muy joven como aprendiz en una empresa cafetera, pronto se inscribió en clases nocturnas en la Escuela Municipal de Bellas Artes de su ciudad. Allí conoció a Othon Friesz, amigo y cómplice artístico de toda la vida. Gracias a una beca, en 1900 se trasladó a París para estudiar en la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts, donde entró en contacto con las nuevas corrientes vanguardistas. Sus primeras obras estuvieron influenciadas por el impresionismo de Monet y las acuarelas de Boudin, pero fue la contemplación del cuadro Luxe, calme et volupté de Matisse en el Salon des Indépendants de 1905 la que provocó un cambio radical en su pintura. Dufy se lanzó entonces al fauvismo: colores intensos, líneas vivas, libertad expresiva.
Más tarde, el contacto con Cézanne, Braque y Picasso introdujo elementos cubistas en su lenguaje, pero siempre subordinados a su particular búsqueda de ligereza y alegría. A partir de 1920, desarrolló un estilo propio —llamado "taquigráfico"— con estructuras esqueléticas, trazos rápidos y lavados de color, ideal para capturar el movimiento y el ambiente de escenas públicas y festivas. Dufy fue un artista completo: pintor, ilustrador, diseñador textil y ceramista. Trabajó con el modisto Paul Poiret, diseñó estampados para la industria de la seda en Lyon, y creó una de las obras murales más monumentales del siglo XX: La Fée Électricité (1937), un panel de 624 metros cuadrados encargado para la Exposición Internacional de París, que hoy se conserva en el Museo de Arte Moderno de París.
Entre las temáticas que abordó —paisajes, regatas, carreras de caballos, conciertos— destaca también la tauromaquia, un tema que lo fascinó especialmente durante sus viajes al sur de Francia y a España en las décadas de 1920 y 1930. El ambiente colorido y dramático de las corridas encajaba perfectamente con su sensibilidad plástica. No buscó el pathos ni la tragedia, sino la celebración de la vida en movimiento. En obras como La corrida, L’Arène de Nîmes o Escena de corrida, Dufy transformó el ruedo en un espectáculo rítmico de líneas curvas y colores encendidos. Los toreros con sus trajes de luces, los capotes que giran, el toro en plena embestida, todo está reducido a una sinfonía de trazos dinámicos que no imitan la realidad, sino que la interpretan con gracia musical. Pintaba con el mismo impulso con que se lidia: con temple, decisión y ritmo. La fiesta brava le ofrecía, como las regatas o las carreras, un pretexto visual para explorar su gran pasión: la luz en movimiento. La plaza de toros se convierte en un teatro de energía cromática, donde el espectador no ve sangre, sino danza. En ese sentido, Dufy se sitúa más cerca de la visión estilizada de un Picasso en los años 20 que de la negrura de Goya o del expresionismo de Zuloaga. Estas obras, aunque menos conocidas que sus paisajes o escenas urbanas, forman parte destacada del legado de Dufy y pueden verse en colecciones como las del Centre Pompidou de París, el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, el Musée des Beaux-Arts de Niza o el MoMA de Nueva York. También forman parte de exposiciones monográficas sobre su obra, como las organizadas en 1983 en Niza o en 2022 en el Musée Montmartre de París, donde se puso en relieve esta faceta taurina.
Dufy padeció poliartritis reumatoide desde 1937, pero siguió trabajando hasta sus últimos días. Murió el 23 de marzo de 1953, a los 75 años, tras una hemorragia intestinal. Dejó más de 2.000 pinturas, miles de dibujos, acuarelas y diseños. Su estilo sigue siendo inconfundible: líneas que bailan, colores que cantan, formas que respiran alegría. Y entre esa sinfonía de luz que es su obra, las corridas de toros aparecen como una partitura más de su arte feliz y vital. Un homenaje visual a una tradición que, en sus pinceles, se convierte en pura celebración estética.