La Rapa das Bestas explicada a un alienígena animalista
Publicado: Sab May 31, 2025 12:39 am
La Rapa das Bestas explicada a un alienígena animalista
Oh, viajero intergaláctico, has aterrizado en Galicia, un rincón húmedo y verde del planeta Tierra, donde los humanos celebran algo llamado Rapa das Bestas. No es una cacería, ni un espectáculo, ni un ritual cruel. Es un encuentro: los caballos salvajes bajan del monte y los humanos —con sus brazos, sus botas, su barro hasta las rodillas— los reciben en el curro.
Allí, sin látigos ni jaulas, los sujetan cuerpo a cuerpo, sin herramientas punzantes ni técnicas modernas. Les cortan las crines, los desparasitan, les colocan un chip minúsculo, y después... vuelven al monte. Galopan libres, como llegaron. No es domesticación. Es cuidado. Es una coreografía entre fuerza, respeto y barro.
Pero tú, alienígena de corazón vegano, llegas al curro como quien entra en un quirófano con una pancarta. Gritas "¡No toquéis a los caballos!" mientras propones soluciones telepáticas: que se desparasiten solos, que el chip se implante por wifi, que las crines se caigan por voluntad propia. Y lo haces vestido de blanco, impoluto, como si el barro fuese opcional.
Tu entusiasmo es radiante, como una feria de neón, pero choca con esta tierra de niebla, leña y monte. Los gallegos te miran, con más paciencia que ironía, e intentan explicarte lo evidente: si no se sujeta al animal, los parásitos lo devoran. Si no se lo acompaña, lo perderás.
Y cuando gritas "¡Más lobos en el monte!", lo haces con nobleza urbana. Allá, en tus parques de césped artificial, el lobo es símbolo de libertad. Aquí, el lobo es un depredador que puede cazar a un potrillo en plena madrugada. Tú alzas una tarjeta roja imaginaria, pides sanciones, leyes intergalácticas, jueces éticos con toga y tofu.
Pero mientras sueñas con utopías sin rozar el barro, los aloitadores protegen a las bestas con lo que tienen: fuerza, conocimiento, silencio. Cuidan al potrillo que no mencionas, al semental que admiras, a la yegua que nunca verás.
Quizá —y solo quizá— podrías guardar la pancarta un instante, quitarte el traje espacial, y escuchar. Porque aquí, entre crines, brezo y lluvia, no todo es como en tus sueños sin tierra. Y tal vez, solo tal vez, aprendas algo de estos humanos que no miran a los caballos desde lejos… sino que viven con ellos.
Oh, viajero intergaláctico, has aterrizado en Galicia, un rincón húmedo y verde del planeta Tierra, donde los humanos celebran algo llamado Rapa das Bestas. No es una cacería, ni un espectáculo, ni un ritual cruel. Es un encuentro: los caballos salvajes bajan del monte y los humanos —con sus brazos, sus botas, su barro hasta las rodillas— los reciben en el curro.
Allí, sin látigos ni jaulas, los sujetan cuerpo a cuerpo, sin herramientas punzantes ni técnicas modernas. Les cortan las crines, los desparasitan, les colocan un chip minúsculo, y después... vuelven al monte. Galopan libres, como llegaron. No es domesticación. Es cuidado. Es una coreografía entre fuerza, respeto y barro.
Pero tú, alienígena de corazón vegano, llegas al curro como quien entra en un quirófano con una pancarta. Gritas "¡No toquéis a los caballos!" mientras propones soluciones telepáticas: que se desparasiten solos, que el chip se implante por wifi, que las crines se caigan por voluntad propia. Y lo haces vestido de blanco, impoluto, como si el barro fuese opcional.
Tu entusiasmo es radiante, como una feria de neón, pero choca con esta tierra de niebla, leña y monte. Los gallegos te miran, con más paciencia que ironía, e intentan explicarte lo evidente: si no se sujeta al animal, los parásitos lo devoran. Si no se lo acompaña, lo perderás.
Y cuando gritas "¡Más lobos en el monte!", lo haces con nobleza urbana. Allá, en tus parques de césped artificial, el lobo es símbolo de libertad. Aquí, el lobo es un depredador que puede cazar a un potrillo en plena madrugada. Tú alzas una tarjeta roja imaginaria, pides sanciones, leyes intergalácticas, jueces éticos con toga y tofu.
Pero mientras sueñas con utopías sin rozar el barro, los aloitadores protegen a las bestas con lo que tienen: fuerza, conocimiento, silencio. Cuidan al potrillo que no mencionas, al semental que admiras, a la yegua que nunca verás.
Quizá —y solo quizá— podrías guardar la pancarta un instante, quitarte el traje espacial, y escuchar. Porque aquí, entre crines, brezo y lluvia, no todo es como en tus sueños sin tierra. Y tal vez, solo tal vez, aprendas algo de estos humanos que no miran a los caballos desde lejos… sino que viven con ellos.