Los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura
Publicado: Jue Ago 07, 2025 6:15 pm
Los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura
¿Puede haber cultura donde hay sangre? ¿Puede llamarse arte a un acto donde muere un animal? Para muchos, la respuesta es un no rotundo.
Pero esa certeza es apenas una consigna, no un pensamiento. Y eso es precisamente lo que denunció el filósofo Gustavo Bueno cuando afirmó que “los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura”.
La frase parece escandalosa, pero en realidad pone orden: marca un límite a las ideas cómodas que se repiten sin pensar. Porque quienes condenan la tauromaquia como una forma de tortura suelen hacerlo desde una concepción superficial —y a menudo sentimental— tanto de la cultura como del sufrimiento.
La cultura no es ternura. La cultura es forma, es rito, es memoria organizada.
La fiesta de los toros no es un espectáculo de violencia. Es una ceremonia simbólica, rigurosa, compleja, regida por normas estéticas, técnicas y morales. El torero no busca el dolor del animal. Busca dominarlo y hacerlo arte. Lo hace delante de todos, jugándose la vida. Y el toro, en esa lógica, no es un objeto: es un adversario digno, respetado, incluso reverenciado.
Esa ceremonia, tal como explicó Gustavo Bueno, nace de una relación ancestral entre el ser humano y los animales de su entorno. El toro bravo no es ganado: es símbolo. En ese ruedo no se cocina ni se trafica. Se representa algo. Y esa representación —heredera de mitos, de rituales mediterráneos, de religiones primarias y códigos de honor— es cultura en su forma más pura.
¿Y la tortura?
Hablar de tortura implica una intención de causar sufrimiento a una persona indefensa. Esa es su definición, tanto legal como ética. Confundir la muerte ritual del toro con la tortura es una grave distorsión. Es como si no se supiera lo que se dice… o peor, como si no se quisiera saber.
Es habitual que los críticos apelen a la llamada “Declaración Universal de los Derechos del Animal” de 1978. Pero esa declaración no fue elaborada ni aprobada por la ONU. Fue proclamada por una asociación privada, la Liga Internacional de los Derechos del Animal, y presentada en París, en la sede de la UNESCO. No tiene carácter jurídico vinculante. Aun así, se invoca con tono solemne, como si estableciera verdades morales indiscutibles. Pero ni su origen, ni su contenido, ni su aplicación lo justifican.
La tauromaquia puede gustar o no gustar. Pero eso no define su valor cultural ni autoriza su criminalización simbólica. Lo que ocurre en una plaza de toros no es un acto de sadismo, sino un lenguaje antiguo que no todos quieren aprender.
Y por eso, conviene repetir la frase entera, como una advertencia filosófica:
“Los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura”, y tampoco quieren saber lo que es tortura: infligir dolor, incluso insoportable, a una persona que no puede defenderse.
¿Puede haber cultura donde hay sangre? ¿Puede llamarse arte a un acto donde muere un animal? Para muchos, la respuesta es un no rotundo.
Pero esa certeza es apenas una consigna, no un pensamiento. Y eso es precisamente lo que denunció el filósofo Gustavo Bueno cuando afirmó que “los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura”.
La frase parece escandalosa, pero en realidad pone orden: marca un límite a las ideas cómodas que se repiten sin pensar. Porque quienes condenan la tauromaquia como una forma de tortura suelen hacerlo desde una concepción superficial —y a menudo sentimental— tanto de la cultura como del sufrimiento.
La cultura no es ternura. La cultura es forma, es rito, es memoria organizada.
La fiesta de los toros no es un espectáculo de violencia. Es una ceremonia simbólica, rigurosa, compleja, regida por normas estéticas, técnicas y morales. El torero no busca el dolor del animal. Busca dominarlo y hacerlo arte. Lo hace delante de todos, jugándose la vida. Y el toro, en esa lógica, no es un objeto: es un adversario digno, respetado, incluso reverenciado.
Esa ceremonia, tal como explicó Gustavo Bueno, nace de una relación ancestral entre el ser humano y los animales de su entorno. El toro bravo no es ganado: es símbolo. En ese ruedo no se cocina ni se trafica. Se representa algo. Y esa representación —heredera de mitos, de rituales mediterráneos, de religiones primarias y códigos de honor— es cultura en su forma más pura.
¿Y la tortura?
Hablar de tortura implica una intención de causar sufrimiento a una persona indefensa. Esa es su definición, tanto legal como ética. Confundir la muerte ritual del toro con la tortura es una grave distorsión. Es como si no se supiera lo que se dice… o peor, como si no se quisiera saber.
Es habitual que los críticos apelen a la llamada “Declaración Universal de los Derechos del Animal” de 1978. Pero esa declaración no fue elaborada ni aprobada por la ONU. Fue proclamada por una asociación privada, la Liga Internacional de los Derechos del Animal, y presentada en París, en la sede de la UNESCO. No tiene carácter jurídico vinculante. Aun así, se invoca con tono solemne, como si estableciera verdades morales indiscutibles. Pero ni su origen, ni su contenido, ni su aplicación lo justifican.
La tauromaquia puede gustar o no gustar. Pero eso no define su valor cultural ni autoriza su criminalización simbólica. Lo que ocurre en una plaza de toros no es un acto de sadismo, sino un lenguaje antiguo que no todos quieren aprender.
Y por eso, conviene repetir la frase entera, como una advertencia filosófica:
“Los que unen tortura y cultura no saben qué es cultura”, y tampoco quieren saber lo que es tortura: infligir dolor, incluso insoportable, a una persona que no puede defenderse.