Julio Aparicio, un torero marcado por el desgarro
Publicado: Mié Sep 03, 2025 5:16 pm
Julio Aparicio, un torero marcado por el desgarro
Julio Aparicio Díaz, conocido como Julito Aparicio, nació el 4 de enero de 1969 en Sevilla, en el seno de una familia marcada por el arte y la tauromaquia. Hijo del célebre torero Julio Aparicio Martínez, figura carismática de los años cincuenta y sesenta, y de la reconocida bailaora de flamenco Malena Loreto, desde niño respiró un ambiente donde los ruedos y los escenarios se entrelazaban. La herencia se completaba con su abuelo, Julián Aparicio Nieto, novillero y banderillero, y con sus hermanas: Magdalena “Kika”, actriz de cine y teatro, y Pilar. Esa raíz artística y taurina lo situó en una encrucijada: cargar con el peso de un apellido legendario y, al mismo tiempo, buscar su propia voz en el toreo.
Inicios y formación taurina
Desde muy joven, Julio mostró inclinación natural hacia la tauromaquia. En su Sevilla natal, cuna del toreo y del flamenco, el niño fue asimilando un modo de ver la vida y el arte atravesado por la estética, la solemnidad y la improvisación. Con apenas 14 años, el 2 de septiembre de 1984, se presentó en público en las Arenas de San Pedro. Aunque barajó la posibilidad de estudiar Derecho, a los 16 años optó por seguir el camino familiar y dedicarse por completo a los toros. Su debut como novillero llegó el 8 de febrero de 1987 en Gandía, Valencia, con novillos de la ganadería El Torreón. Ese mismo año protagonizó un hecho singular: viajó a Estrasburgo para defender la tauromaquia en el Parlamento Europeo. Con solo 18 años, se plantó frente a políticos y periodistas para afirmar que el toreo era parte de la identidad cultural de España. La prensa recogió la anécdota señalando que habló con la convicción de un adulto, anticipando la seriedad con que asumiría su oficio.
Alternativa y confirmación
El 15 de abril de 1990 vivió uno de los días más señalados de su vida: tomó la alternativa en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. El padrino fue Curro Romero, el testigo Juan Antonio Ruiz “Espartaco”, y los toros, de Torrestrella. El de la ceremonia se llamaba Rompelunas, un negro de 529 kilos. Aquella tarde fue un bautizo de solemnidad para quien siempre soñó con ser algo más que el hijo de Aparicio padre.
Cuatro años más tarde, el 18 de mayo de 1994, confirmó alternativa en Las Ventas durante la Feria de San Isidro, acompañado por Ortega Cano y Jesulín de Ubrique. El quinto toro, Cañego de Alcurrucén, le brindó el triunfo soñado: con una muleta de inspiración flamenca, logró una faena que hizo levantarse dos veces al público antes de entrar a matar. Cortó dos orejas, y el crítico Joaquín Vidal escribió en El País: Con la muleta parecía bailar por soleares; en cada pase había más flamenco que técnica, más duende que cálculo. Esa tarde se convirtió en el acta de nacimiento de un torero de culto.
Confirmó también en México el 13 de noviembre de 1994 y debutó en Francia el 16 de mayo de 1991, en la Arena de Nîmes. Su proyección internacional afianzaba la condición de heredero de una dinastía, pero también la de creador de un estilo personalísimo.
Estilo y trayectoria
Julio Aparicio fue un torero marcado por la estética. Su concepto se nutría tanto de la cadencia de Curro Romero como del desgarro de Rafael de Paula, filtrados a través de la memoria flamenca de su madre. Él mismo lo reconocía en una entrevista en 2009: Yo no he querido ser un torero de oficio; he querido ser un torero de arte, aunque eso me haya costado disgustos. Su toreo, descrito como inimitable y lleno de magia, era capaz de provocar la exaltación del público más exigente, pero también naufragaba en tardes apagadas, lo que alimentó la leyenda de un torero irregular, imprevisible y auténtico. La novillada de 1989 en Sevilla y la faena de 1994 en Madrid son hitos que marcaron la cima de su arte.
El accidente de 2010
El 21 de mayo de 2010, en plena Feria de San Isidro, sufrió uno de los percances más terribles que se recuerdan en Las Ventas. El toro Opíparo, de Juan Pedro Domecq, le atrapó por el cuello; el pitón salió por su boca perforándole la lengua, el paladar y rompiéndole varios dientes. La fotografía del instante recorrió el mundo entero y lo convirtió en el torero de la foto imposible. Su apoderado entonces, Simón Casas, declaró a ABC: La cogida fue de una brutalidad espantosa. Lo que le pasó a Julio fue la imagen misma de la tragedia del toreo.
Fue operado de urgencia, pasó por la UCI y estuvo al borde de la muerte. Contra todo pronóstico, regresó a los ruedos apenas diez semanas después, el 1 de agosto de 2010 en Pontevedra. En declaraciones posteriores confesó: Ese día toreé con un dedo roto, pero lo importante era volver, porque si no vuelves pronto, la herida no cierra. Ese regreso inmediato fue celebrado por unos como ejemplo de resiliencia y criticado por otros que lo consideraron un exceso de orgullo, pero nadie pudo negar la épica de su gesto.
Retiros y regresos
La carrera de Aparicio estuvo jalonada de retiradas y retornos. El 29 de mayo de 2012, tras una tarde desafortunada en Las Ventas, se cortó la coleta en presencia de El Fandi y Miguel Ángel Perera. Aquel gesto fue interpretado como un arrebato de orgullo ante la decepción del público más que como una renuncia definitiva. En 2015 anunció su reaparición, de la mano de Emilio de Frutos, aunque su última tarde registrada fue el 19 de julio de 2014 en Manzanares. El crítico Zabala de la Serna, en El Mundo, lo resumió con crudeza: Julio Aparicio es un torero de extremos: cuando conecta, roza lo sublime; cuando no, desespera. En eso reside su mito.
Vida personal y legado
El peso de su apellido condicionó toda su carrera. Su madre, Malena Loreto, fallecida en 2011, le inculcó la idea de que el toreo podía entenderse como una forma de flamenco con capote y muleta. La relación con su padre fue mucho más áspera: en 2017 llegó a declarar que su padre fue “una gran equivocación de su madre”, frase que sacudió al mundo taurino y reflejó la tensión entre orgullo familiar y rebeldía personal. Tras la muerte de Malena Loreto, también surgieron disputas de herencia con su hermana Pilar, lo que reveló que la estirpe Aparicio estaba marcada por el genio y la confrontación.
Alejado de los ruedos, participó en actos culturales que subrayaban la conexión entre flamenco y tauromaquia, como los “Mano a mano” de la Fundación Cajasol en 2017 junto al cantaor Pansequito. Allí pronunció una de sus frases más recordadas: El flamenco y el toreo tienen en común el desgarro: cuando se torea o se canta de verdad, se abre una herida.
Su legado es el de un torero profundamente personal, capaz de emocionar en su máxima expresión —como en 1994 en Madrid— y de desesperar en sus ausencias. Convivió siempre con la sombra de su padre y con el aura de un artista imprevisible. Hoy, apartado de la plaza y dedicado al campo y a la cría de ganado bravo, permanece como símbolo de un toreo visceral, donde el arte y la herida se confunden.
Julio Aparicio Díaz, conocido como Julito Aparicio, nació el 4 de enero de 1969 en Sevilla, en el seno de una familia marcada por el arte y la tauromaquia. Hijo del célebre torero Julio Aparicio Martínez, figura carismática de los años cincuenta y sesenta, y de la reconocida bailaora de flamenco Malena Loreto, desde niño respiró un ambiente donde los ruedos y los escenarios se entrelazaban. La herencia se completaba con su abuelo, Julián Aparicio Nieto, novillero y banderillero, y con sus hermanas: Magdalena “Kika”, actriz de cine y teatro, y Pilar. Esa raíz artística y taurina lo situó en una encrucijada: cargar con el peso de un apellido legendario y, al mismo tiempo, buscar su propia voz en el toreo.
Inicios y formación taurina
Desde muy joven, Julio mostró inclinación natural hacia la tauromaquia. En su Sevilla natal, cuna del toreo y del flamenco, el niño fue asimilando un modo de ver la vida y el arte atravesado por la estética, la solemnidad y la improvisación. Con apenas 14 años, el 2 de septiembre de 1984, se presentó en público en las Arenas de San Pedro. Aunque barajó la posibilidad de estudiar Derecho, a los 16 años optó por seguir el camino familiar y dedicarse por completo a los toros. Su debut como novillero llegó el 8 de febrero de 1987 en Gandía, Valencia, con novillos de la ganadería El Torreón. Ese mismo año protagonizó un hecho singular: viajó a Estrasburgo para defender la tauromaquia en el Parlamento Europeo. Con solo 18 años, se plantó frente a políticos y periodistas para afirmar que el toreo era parte de la identidad cultural de España. La prensa recogió la anécdota señalando que habló con la convicción de un adulto, anticipando la seriedad con que asumiría su oficio.
Alternativa y confirmación
El 15 de abril de 1990 vivió uno de los días más señalados de su vida: tomó la alternativa en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. El padrino fue Curro Romero, el testigo Juan Antonio Ruiz “Espartaco”, y los toros, de Torrestrella. El de la ceremonia se llamaba Rompelunas, un negro de 529 kilos. Aquella tarde fue un bautizo de solemnidad para quien siempre soñó con ser algo más que el hijo de Aparicio padre.
Cuatro años más tarde, el 18 de mayo de 1994, confirmó alternativa en Las Ventas durante la Feria de San Isidro, acompañado por Ortega Cano y Jesulín de Ubrique. El quinto toro, Cañego de Alcurrucén, le brindó el triunfo soñado: con una muleta de inspiración flamenca, logró una faena que hizo levantarse dos veces al público antes de entrar a matar. Cortó dos orejas, y el crítico Joaquín Vidal escribió en El País: Con la muleta parecía bailar por soleares; en cada pase había más flamenco que técnica, más duende que cálculo. Esa tarde se convirtió en el acta de nacimiento de un torero de culto.
Confirmó también en México el 13 de noviembre de 1994 y debutó en Francia el 16 de mayo de 1991, en la Arena de Nîmes. Su proyección internacional afianzaba la condición de heredero de una dinastía, pero también la de creador de un estilo personalísimo.
Estilo y trayectoria
Julio Aparicio fue un torero marcado por la estética. Su concepto se nutría tanto de la cadencia de Curro Romero como del desgarro de Rafael de Paula, filtrados a través de la memoria flamenca de su madre. Él mismo lo reconocía en una entrevista en 2009: Yo no he querido ser un torero de oficio; he querido ser un torero de arte, aunque eso me haya costado disgustos. Su toreo, descrito como inimitable y lleno de magia, era capaz de provocar la exaltación del público más exigente, pero también naufragaba en tardes apagadas, lo que alimentó la leyenda de un torero irregular, imprevisible y auténtico. La novillada de 1989 en Sevilla y la faena de 1994 en Madrid son hitos que marcaron la cima de su arte.
El accidente de 2010
El 21 de mayo de 2010, en plena Feria de San Isidro, sufrió uno de los percances más terribles que se recuerdan en Las Ventas. El toro Opíparo, de Juan Pedro Domecq, le atrapó por el cuello; el pitón salió por su boca perforándole la lengua, el paladar y rompiéndole varios dientes. La fotografía del instante recorrió el mundo entero y lo convirtió en el torero de la foto imposible. Su apoderado entonces, Simón Casas, declaró a ABC: La cogida fue de una brutalidad espantosa. Lo que le pasó a Julio fue la imagen misma de la tragedia del toreo.
Fue operado de urgencia, pasó por la UCI y estuvo al borde de la muerte. Contra todo pronóstico, regresó a los ruedos apenas diez semanas después, el 1 de agosto de 2010 en Pontevedra. En declaraciones posteriores confesó: Ese día toreé con un dedo roto, pero lo importante era volver, porque si no vuelves pronto, la herida no cierra. Ese regreso inmediato fue celebrado por unos como ejemplo de resiliencia y criticado por otros que lo consideraron un exceso de orgullo, pero nadie pudo negar la épica de su gesto.
Retiros y regresos
La carrera de Aparicio estuvo jalonada de retiradas y retornos. El 29 de mayo de 2012, tras una tarde desafortunada en Las Ventas, se cortó la coleta en presencia de El Fandi y Miguel Ángel Perera. Aquel gesto fue interpretado como un arrebato de orgullo ante la decepción del público más que como una renuncia definitiva. En 2015 anunció su reaparición, de la mano de Emilio de Frutos, aunque su última tarde registrada fue el 19 de julio de 2014 en Manzanares. El crítico Zabala de la Serna, en El Mundo, lo resumió con crudeza: Julio Aparicio es un torero de extremos: cuando conecta, roza lo sublime; cuando no, desespera. En eso reside su mito.
Vida personal y legado
El peso de su apellido condicionó toda su carrera. Su madre, Malena Loreto, fallecida en 2011, le inculcó la idea de que el toreo podía entenderse como una forma de flamenco con capote y muleta. La relación con su padre fue mucho más áspera: en 2017 llegó a declarar que su padre fue “una gran equivocación de su madre”, frase que sacudió al mundo taurino y reflejó la tensión entre orgullo familiar y rebeldía personal. Tras la muerte de Malena Loreto, también surgieron disputas de herencia con su hermana Pilar, lo que reveló que la estirpe Aparicio estaba marcada por el genio y la confrontación.
Alejado de los ruedos, participó en actos culturales que subrayaban la conexión entre flamenco y tauromaquia, como los “Mano a mano” de la Fundación Cajasol en 2017 junto al cantaor Pansequito. Allí pronunció una de sus frases más recordadas: El flamenco y el toreo tienen en común el desgarro: cuando se torea o se canta de verdad, se abre una herida.
Su legado es el de un torero profundamente personal, capaz de emocionar en su máxima expresión —como en 1994 en Madrid— y de desesperar en sus ausencias. Convivió siempre con la sombra de su padre y con el aura de un artista imprevisible. Hoy, apartado de la plaza y dedicado al campo y a la cría de ganado bravo, permanece como símbolo de un toreo visceral, donde el arte y la herida se confunden.