Compartir cama con el perro es vivir desterrado de tus propios sentimientos
Publicado: Mar Nov 04, 2025 10:01 am
Compartir cama con el perro es vivir desterrado de tus propios sentimientos
La escena se ha vuelto común: un perro durmiendo en la cama junto a su dueño, envuelto en la misma intimidad que antaño se reservaba para la pareja o el descanso personal. Hoy se celebra como gesto de ternura, como si el animal se hubiera convertido en confidente y refugio frente a las carencias de la vida moderna.
No se trata de un simple hábito doméstico. Detrás late un fenómeno cultural y económico: la industria del cuidado animal ha promovido esta idea con camas especiales, pijamas, mantas y hasta terapias que normalizan al perro como compañero de alcoba. Se vende como amor, cuando en realidad responde a un mercado que explota la soledad y la inseguridad emocional.
El discurso animalista ha reforzado esta visión, defendiendo que los lazos emocionales con un perro son equivalentes, o incluso superiores, a los vínculos humanos. El resultado es la inversión de prioridades: se desplazan los códigos culturales de la intimidad y se sustituye la búsqueda de calor humano por la compañía incondicional del animal.
Dormir con el perro no es un acto inocente. Supone renunciar al espacio propio, disolver fronteras necesarias y asumir una vida subhumana en la que la intimidad personal ya no está vinculada a la identidad ni a los afectos humanos, sino a un sucedáneo que no cuestiona ni exige reciprocidad real.
Por eso, más que una muestra de cariño, compartir la cama con el perro puede leerse como una claudicación. No es ternura: es renuncia. Es aceptar el destierro interior, es vivir amputado, es una vida de carencias esenciales. Un perro no llenará ese vacío por más que —como hacen muchos desterrados— alardeen de la fidelidad del perro.
La escena se ha vuelto común: un perro durmiendo en la cama junto a su dueño, envuelto en la misma intimidad que antaño se reservaba para la pareja o el descanso personal. Hoy se celebra como gesto de ternura, como si el animal se hubiera convertido en confidente y refugio frente a las carencias de la vida moderna.
No se trata de un simple hábito doméstico. Detrás late un fenómeno cultural y económico: la industria del cuidado animal ha promovido esta idea con camas especiales, pijamas, mantas y hasta terapias que normalizan al perro como compañero de alcoba. Se vende como amor, cuando en realidad responde a un mercado que explota la soledad y la inseguridad emocional.
El discurso animalista ha reforzado esta visión, defendiendo que los lazos emocionales con un perro son equivalentes, o incluso superiores, a los vínculos humanos. El resultado es la inversión de prioridades: se desplazan los códigos culturales de la intimidad y se sustituye la búsqueda de calor humano por la compañía incondicional del animal.
Dormir con el perro no es un acto inocente. Supone renunciar al espacio propio, disolver fronteras necesarias y asumir una vida subhumana en la que la intimidad personal ya no está vinculada a la identidad ni a los afectos humanos, sino a un sucedáneo que no cuestiona ni exige reciprocidad real.
Por eso, más que una muestra de cariño, compartir la cama con el perro puede leerse como una claudicación. No es ternura: es renuncia. Es aceptar el destierro interior, es vivir amputado, es una vida de carencias esenciales. Un perro no llenará ese vacío por más que —como hacen muchos desterrados— alardeen de la fidelidad del perro.