Pienso, luego existo; siento, luego existo; sufro, luego existo. Toreo, luego existo
Publicado: Lun Abr 21, 2025 11:52 am
Pienso, luego existo; siento, luego existo; sufro, luego existo. Toreo, luego existo
La vieja fórmula de Descartes decía: pienso, luego existo. Pensamos todos, sí, pero muchas veces dentro de moldes ya dados, de caminos que no elegimos. El pensamiento, por sí solo, puede ser abstracto, cómodo, incluso cobarde.
El torero también reflexiona. Lo hace en la cara del toro, con el cuerpo, con el tiempo contado, con la muerte delante. Su pensamiento no es especulación, es decisión. Pensar en la plaza es elegir el trazo, medir el terreno, leer al toro. Pensar, aquí, no es dudar: es afirmar.
Siento, luego existo. Es una verdad más íntima, más inmediata. Sentir nos conecta con el cuerpo, con el otro, con el presente. Si el pensamiento nos distingue, no nos basta para sentirnos vivos. El ser humano no sólo existe cuando piensa, sino cuando siente. A veces sentimos antes de pensar; a veces sentimos sin entender. Y es en ese sentir —profundo, intransferible— donde más claramente se nos revela que estamos vivos.
El toreo es, precisamente, una forma de sentir hecha arte. Cada torero expresa su forma de estar en el mundo a través de la faena. Hay quien torea con temblor contenido, con hondura, con rabia, con dulzura. El sentimiento que nace ahí es irrepetible, como cada persona. También en el público, cada quien lo vive a su manera: hay lágrimas, hay gritos, hay silencio. Sentir, en los toros, es inevitable.
Sufro, luego existo. El sufrimiento va más allá del pensamiento y del sentimiento. No se elige, no se razona, no se comparte del todo. Es la experiencia más íntima y más desnuda de la existencia. Sufro, luego existo significa que el dolor —físico o del alma— nos despierta de cualquier ilusión, nos confronta con lo que somos y con lo que no podemos evitar. Es el núcleo duro del vivir.
El torero sufre cuando es herido, cuando algo no cuaja, cuando la tensión lo desborda. También sufre el que lo mira, porque comprende que ese hombre está entregando su cuerpo, su miedo y su arte en la arena. El sufrimiento, aquí, se vuelve puente: el riesgo verdadero, compartido, eleva el instante. Ya no es sólo faena: es sacrificio.
Por eso podemos decir: toreo, luego existo. Porque en el toreo hay pensamiento vivo, sentimiento profundo y sufrimiento real. No es un deporte, no es un espectáculo más. Es una afirmación total del ser. Un arte que pone al ser humano frente al abismo... y lo hace danzar.
La vieja fórmula de Descartes decía: pienso, luego existo. Pensamos todos, sí, pero muchas veces dentro de moldes ya dados, de caminos que no elegimos. El pensamiento, por sí solo, puede ser abstracto, cómodo, incluso cobarde.
El torero también reflexiona. Lo hace en la cara del toro, con el cuerpo, con el tiempo contado, con la muerte delante. Su pensamiento no es especulación, es decisión. Pensar en la plaza es elegir el trazo, medir el terreno, leer al toro. Pensar, aquí, no es dudar: es afirmar.
Siento, luego existo. Es una verdad más íntima, más inmediata. Sentir nos conecta con el cuerpo, con el otro, con el presente. Si el pensamiento nos distingue, no nos basta para sentirnos vivos. El ser humano no sólo existe cuando piensa, sino cuando siente. A veces sentimos antes de pensar; a veces sentimos sin entender. Y es en ese sentir —profundo, intransferible— donde más claramente se nos revela que estamos vivos.
El toreo es, precisamente, una forma de sentir hecha arte. Cada torero expresa su forma de estar en el mundo a través de la faena. Hay quien torea con temblor contenido, con hondura, con rabia, con dulzura. El sentimiento que nace ahí es irrepetible, como cada persona. También en el público, cada quien lo vive a su manera: hay lágrimas, hay gritos, hay silencio. Sentir, en los toros, es inevitable.
Sufro, luego existo. El sufrimiento va más allá del pensamiento y del sentimiento. No se elige, no se razona, no se comparte del todo. Es la experiencia más íntima y más desnuda de la existencia. Sufro, luego existo significa que el dolor —físico o del alma— nos despierta de cualquier ilusión, nos confronta con lo que somos y con lo que no podemos evitar. Es el núcleo duro del vivir.
El torero sufre cuando es herido, cuando algo no cuaja, cuando la tensión lo desborda. También sufre el que lo mira, porque comprende que ese hombre está entregando su cuerpo, su miedo y su arte en la arena. El sufrimiento, aquí, se vuelve puente: el riesgo verdadero, compartido, eleva el instante. Ya no es sólo faena: es sacrificio.
Por eso podemos decir: toreo, luego existo. Porque en el toreo hay pensamiento vivo, sentimiento profundo y sufrimiento real. No es un deporte, no es un espectáculo más. Es una afirmación total del ser. Un arte que pone al ser humano frente al abismo... y lo hace danzar.