Filiberto Martínez Haro, el clasicismo que no se rinde

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Filiberto Martínez Haro, el clasicismo que no se rinde

En Calasparra, tierra murciana donde el arroz huele a campo y la plaza es casi una prolongación de la calle, nació el 7 de mayo de 1994 Filiberto Martínez Haro. Aquel chiquillo delgado, con más ilusión que carne, no tardó en descubrir que su destino tenía forma de muleta. El toreo le entró como entra la brisa por la ventana abierta: sin pedir permiso. Alumno aplicado de la Escuela Taurina de Albacete, vivía cada clase como si ya estuviera anunciado en la monumental madrileña.

Su debut en público llegó el 18 de julio de 2009, con apenas quince años, ante novillos de Tomás Sánchez Cajo. La imagen de aquel adolescente cruzando el ruedo con la montera calada no se borró de la memoria de los suyos: había temple en la mirada, un silencio denso en el paseíllo y una especie de fe que solo tienen los que saben a dónde quieren llegar. No toreaba aún para el público: toreaba para convencer al destino.

Poco después, en Socovos, lidió su primera novillada sin picadores con reses de Casanueva, compartiendo cartel con José Agustín Martínez, Daniel Cruz y Eduardo Navarro. Fue ahí, en tardes de poca pompa y mucho sudor, donde empezó a pulir ese toreo clásico, despacioso, sin concesiones al efectismo. Los que le vieron entonces hablaban de un novillero con las ideas muy claras.

El salto a los utreros llegó el 26 de mayo de 2013 en Illescas, junto a Ángel Olmo y Álvaro Lorenzo, frente a utreros de Alcurrucén. Cortó una oreja al segundo de su lote y, sobre todo, dejó la sensación de que había un torero de fondo. A partir de ahí, 2014 fue un año de despegue: trofeo en Bayona, dos vueltas al ruedo en Valencia y salida a hombros en su tierra, Murcia. Un curso más tarde, cortó oreja en la Real Maestranza de Sevilla ante un novillo de Villamarta, dejando ver un toreo sereno y técnico que no pasa desapercibido entre buenos aficionados.

El 1 de octubre de 2015 se presentó en Las Ventas, en la novillada de la Feria de Otoño, con toros de El Torreón. Días antes, en Guadalix de la Sierra, había indultado un novillo de Zacarías Moreno, un gesto que levantó cejas y titulares. A esas alturas ya había sido nombrado mejor novillero de la Feria de Albacete y triunfador en la de Murcia. El camino parecía abrirse con fuerza, pero la tauromaquia —como la vida— también sabe cerrarse cuando uno menos lo espera.

El 8 de septiembre de 2016 tomó la alternativa en Albacete, con Enrique Ponce de padrino, El Fandi como testigo y toros de Samuel Flores. Esa tarde, cargada de emoción, no fue un simple trámite: fue el inicio de un tramo más áspero de su carrera. Su concepto —anclado en el clasicismo puro, con una muleta honesta y limpia— no siempre casa con la tiranía de los carteles ni con la fiebre de la espectacularidad fácil. Pero Filiberto nunca pareció tener prisa.

Los años siguientes fueron un largo paréntesis de silencios, viajes discretos y entrenamientos a puerta cerrada. El nombre se mantuvo vivo en la memoria de quienes saben mirar más allá de las ferias mediáticas. Y en 2025, con voz serena, declaró sentirse “ilusionado, responsabilizado y sabiendo lo que quiero”. Hoy camina junto al maestro Tomás Campuzano, en busca de una temporada que le permita demostrar lo que nunca dejó de saber: que el buen toreo no necesita estridencias.

Su paso por circuitos como la Copa Chenel ha reforzado su perfil de torero sólido, de convicción lenta, de esos que no llenan titulares a diario pero pueden hacer temblar una plaza si les llega la tarde buena. Filiberto no habla con frases rimbombantes: habla con la muleta. Lo hace despacio, cargando la suerte, sin gritar. Y en tiempos donde el toreo se consume a ritmo de pantalla, ese silencio suyo tiene más fuerza que cien titulares.